Título: Mandara. En las desconocidas montañas del Camerún
Autor: René Gardi
Reseña hecha por: Alicia Ortego @Alisetter
La Editorial Debate, allá por los años 50 del siglo XX, inició la publicación de una fantástica colección de “libros de viajes” con la Etnología como base. Una colección de títulos magníficos como “Al dar las 12 en Cabul”, o éste mismo que he tenido en mis manos las últimas semanas, en una edición de 1964, rescatado de de las estanterías de mi padre y de un injusto olvido por mi parte.
Me gustaría decir también que seguramente los que mejor han recogido el testigo de esta gran herencia sean los editores de Ediciones del Viento, pero esta ya es otra historia.
Quizá porque “Mandara” y Camerún no me llamaban demasiado la atención cuando revisaba estos títulos en busca de algo que leer hace muchos años, relegué al olvido este título. Paradójico porque cuando preparaba el viaje a Camerún, me volví un poco loca buscando libros en castellano sobre este país. Entonces no lo encontré, hace ya un par de años, pero a principios de este mes de diciembre sí. Quizá porque éste era el momento perfecto para leerlo…
Con este libro he viajado de nuevo a Camerún, y a las magníficas montañas Mandara que hoy se ubican en la región llamada “Extremo Norte” del país.
Una vasta tierra salvaje donde se puede vivir feliz, y, cuya serena libertad se contagia al viajero.
Da gusto leer a René Gardi a pesar de que hace uso de algunas expresiones bastante superadas ya, y de vez en cuando caen pensamientos de la época que sin embargo se entrecruzan con muchos otros realmente “modernos”, o eso me parece a mi… a lo mejor es que no hemos avanzado tanto como creíamos. De vez en cuando hay que revisarse los bajos
Vaya por delante que casi al comienzo hace una declaración de intenciones dirigiéndose a nosotros, los lectores:
Voy, pues, a comenzar mi relato, y si no soy demasiado desgarbado con mi pluma, si consigo sacar al lector de sus cuatro paredes y darle la ilusión de que viaja con nosotros, de que ve lo que aquellas gentes se traen entre manos, de que los oye cantar y tocar sus instrumentos; si logro todo eso, estoy persuadido de que el lector llegará a querer, como nosotros, a aquellos simpáticos “salvajes” de las montañas de Mandara.
Pues lo consigue.
Me he regocijado muchísimo encontrando que aún perviven muchas de las cosas que aquí se narran(y se muestran, porque el libro incluye una magnífica colección de las fotografías que el mismo René tomó durante sus expediciones): la ubicación y arquitectura de las tribus de las montañas; las tradiciones como el toro que es encerrado y alimentado en un corral casi cegado a la luz del sol durante 3 años hasta que llega su día; la importancia de los herreros que capitanean prácticamente todos los actos de la vida cotidiana, ejerciendo de jueces, de médicos, de funcionarios de pompas fúnebres y por supuesto dando bendiciones al lugar donde se va a construir una nueva casa o qué día es más propicio para salir de viaje; la adivinación del brujo a través de los movimientos de un cangrejo dentro de una olla colmada de arena húmeda o con sus piedras mágicas; las borracheras a base de cerveza de mijo en el día de mercado; y un largo etcétera.
Todo esto lo narra René Gardi en su libro, y todo esto lo he visto con mis propios ojos. Aquéllos que habéis ido me daréis la razón, y los que os lo planteáis, me la daréis a la vuelta (eso espero!!).
Pero las cosas ya no son, evidentemente, como en los años 50. Ahora hay motos, algún coche y bicicletas en el paisaje, no muchas pero ahí están. Ahora las tribus visten con ropas más o menos occidentales, o “a la africana”, pero visten ropas… y utilizan bidones y barreños de plástico. Ahora los herreros ya no tienen tanto poder, tanta importancia como antes y seguramente tienen problemas para encontrar sucesores. Quien más y quien menos conoce a los blancos como algo “cotidiano”, dentro de que son pocos los que pasan por allí, quizá unas decenas al año. Pero la esencia aún permanece.
El caso es que René Gardi ya lo veía venir, ya se lamentaba por adelantado de que ése mundo “puro” cambiaría en breve. Era el sentir de los antropólogos de la época, que encontraban cada vez más dificultades para hallar rincones del mundo poco “contagiados” por la modernidad. También registra la consciencia de que su propia acción en el medio contribuiría a dicho cambio, por ejemplo con la muestra y exhibición –además de uso- de su magnetófono-grabador (que, por cierto, describe como “lo último de lo último”, algo que me arrancó una ancha sonrisa).
Lo que me gusta de este libro es, además de su prosa clara y amena, que en su viaje se esfuerza no sólo por conocer y describir lo que sus ojos ven, sino por comprenderlo en su contexto, por entender el punto de vista del otro, llegando a la conclusión más de una vez registrada en su texto de que los “salvajes” no son tales. Ellos tienen su sistema de vida, sus normas, sus rutinas, sus creencias que pueden ser tan válidas como las nuestras, sus miedos y sus alegrías, sus puntos comunes con nosotros como una madre jugueteando con su bebé o una pareja flirteando antes del matrimonio.
Esto y las lúcidas conclusiones que arroja sobre su mundo y nuestro mundo, sobre el futuro de las tribus de las montañas Mandara, de Camerún, de África, de Europa… Transcribo aquí algunos párrafos porque creo que merece mucho la pena compartirlos:
A una pregunta no supo responderme en aquella ocasión el cangrejo. Me habría gustado saber, y saberlo con certeza, qué destino esperaba a los matakam en el transcurso de los próximos decenios. ¿Qué será de ellos? ¿Verán destruidos en unos pocos años sus fetiches y rotos sus jarros de almas? ¿Se convertirán en mahometanos superficiales o en cristianos de boquilla?¿podrán seguir viviendo en sus montañas en su condición de pequeños y arrogantes labradores, o serán “incorporados a la producción”, allá abajo, en las tórridas llanuras?
Ahora la nueva época irrumpe en aquellas montañas, sin dar tiempo a los hombres para transformarse; lo que en Europa costó siglos, aquí se hace en unos años. Es una catástrofe comparable a un terremoto.
¿Acaso los europeos no nos matamos trabajando, no corremos y no nos afanamos febrilmente, con el único fin de proporcionarnos cosas que no necesitamos en absoluto? ¿No hablamos con gran frecuencia de producción, rendimiento y beneficio, como de los elementos esenciales de la felicidad? ¿No nos desprendemos un poco más cada día, de nuestra vida interior a cambio de meras superficialidades, de movimiento y ajetreo, de industrias suntuarias, lujo de oropel y engañosas sorpresas? Estamos confundiendo el bienestar material con la felicidad. Yo, por mi parte, abomino de todo progreso técnico que sólo sirve para matar el alma.
Los incivilizados no viven sin cultura. Mientras se les deja en paz en su aislamiento, sus leyes ancestrales y sus estrictas reglas de vida son para ellos fuerza y norma. La desgracia está en que la civilización destruye mucho de ello antes de lograr construir una ética nueva.
Queda este libro recomendado, si podéis encontrarlo en las bibliotecas o en las librerías de segunda mano. Realmente merece que lo rescaten del olvido.
Es una gozada eso de encontrar estos libros escondidos y no demasiado conocidos. Gracias de nuevo por llevarnos a tierras africanas 🙂